Otras comunidades autónomas, como Cantabria, también tienen su versión particular de empresas sin empresarios, en las que se inyectan ingentes cantidades de dinero público que nunca se recupera. La dura sombra de la sospecha del rédito electoral, u otro tipo de intereses todavía más oscuros, planea sobre diferentes proyectos en los que nuestros políticos han enterrado dinero proveniente de nuestros impuestos.
Los casos de GFB y Nestor Martin sirven como ejemplo de que da igual el color político o las siglas del gobernante de turno: siempre hay esqueletos dentro del armario de casi todos los partidos políticos.
Resulta sangrante ver cómo miles de millones, extraídos de los secos bolsillos de los cántabros, se vierten en empresas fantasma, mientras por el camino se quedan cientos de trabajadores, con una mano delante y otra detrás.
Nuestros políticos deberían reflexionar y hacer la firme promesa de no volver a repetir jamás, nunca más, este tipo de escándalos. Porque el dinero público sí es de alguien: es de ustedes, queridos lectores, y nuestro. Y, en última instancia, también es del político que lo está dilapidando.
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