• 22 de noviembre de 2024

Javier Almuzara «Todos los besos son de despedida» (Editorial renacimiento)

Fue Álvaro de Campos, como es sabido, un heterónimo de Pessoa, quien escribió aquello de que «Todas las cartas de amor son ridículas». No sé si Javier Almuzara (Oviedo, 1969) ha tenido en mente este verso a la hora de poner título a su última entrega poética: Todos los besos son de despedida, una afirmación, al igual que la de Álvaro de Campos, que, sino se percibe el sesgo irónico, puede suscitar en los lectores algunas discrepancias, obviamente no eludidas por el autor, acentuadas además por el tono derrotista y admonitorio que trasmiten versos como estos: «Toman su plenitud por una suerte / de inédita armonía. Están seguros / a ciencia cierta —el corazón no miente—: / Se aman y confunden. Con el tiempo / todos los besos son de despedida».

Al margen de este hecho, ciertamente anecdótico, conviene subrayar que Almuzara es un poeta virtuoso como pocos en el arte poético más enraizado no solo en la retórica áurea, sino en la que han mantenido viva, actualizándola, poetas de la estirpe de Manuel Machado como Miguel D’Ors, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi y, en menor medida, Juan Bonilla o el primer Marzal, no en vano Almuzara es el autor de este poema en el que desarrolla una poética muy pensada, nada accidental que, además, y no siempre se da el caso, concuerda prácticamente en todo con su práctica poética: «Danos, Poesía, ligereza sin frivolidad y gracia sin vulgaridad, ambigüedad sin confusión y hondura sin hermetismo, inteligencia sin aridez y emoción sin patetismo, biografía sin banalidad y trascendencia sin afectación. Dánosle hoy un discurso ordenado y lúcido, preciso y bello, claro y sugerente, no balbuceos chamánicos, ni circunloquios etílicos, ni puzles semánticos. Poesía, líbrame de la incompetencia lingüística disfrazada de experimento gramatical y aparta de mí el cáliz de la pereza mental servida como hallazgo surrealista». No es necesario escribir una poesía como la de Almuzara para reconocer cuánto hay de cierto en el poema transcrito. Basta con ojear algunos libros de poesía reciente para constatar su alto grado de veracidad. En cualquier caso, estemos o no de acuerdo con ese rosario de ideas, Almuzara respeta en su poesía dichos principios rigurosamente y lo hace, además, valiéndose de estrofas clásicas, principalmente el soneto —en diferentes variantes—, en el que logra cimas de originalidad solo al alcance de unos pocos; hay también estrofas arromanzadas y otras combinaciones de redondillas, coplas y cuartetas, siempre con uso de la rima, tanto asonante como consonante, exquisito, propio de un poeta que ha conseguido doblegar la técnica hasta hacerla música, pero no únicamente, porque esa musicalidad no va en detrimento del significado del poema, algo que, en la poesía actual, ocurre habitualmente. Fiel generalmente a esta máxima de resonancias machadianas, esta vez de Antonio: «¿El arte de verdad? / Un poco de misterio / y mucha claridad», no siempre está libre de caer en alguna contradicción. Pero como todo poeta, esa fidelidad tiene sus grietas, visibles cuando escribe versos como estos: «Prefiero la alusión al testimonio, / el íntimo dolor al escenario». Basta para certificarlo leer el poema «Qué pasa conmigo», en el que menudean versos plagados de confidencias, aunque estén sesgadas por un tono irónico que pretende, y no consigue del todo, quitar dramatismo a la confidencia: «Confusión, vanidad y poco más. / Aprendí el desengaño del que os hablo / menos por viejo que por pobre diablo. / no negaré que estoy más desahogado, / saludable, jovial e ilusionado» o en estos versos del poema «Rezo de noche»: «Líbrame de los tristes pensamientos, / fortifícame contra / la voluptuosidad / de la melancolía y la desesperanza […] / Ayúdame a olvidarme de mi mismo, / porque solo descansa / quien se ha dejado atrás». Pero nada resta el elegante distanciamiento que se dirime en los versos con el conflicto interior que los genera.

Todos los besos de despedida es un libro extenso dividido en tres secciones temáticamente independientes —aunque haya fuertes nexos de unión— más un epílogo cuya formulación es más aforística que poética. En «Razón de ser» asistimos a un proceso de construcción de la identidad a través de la escritura que se puede resumir en la última estrofa del poema «Señas de identidad»: «Así queda grabado en cuanto escribo / lo que fui, lo que soy, lo que seré. / Por no morir del todo me desvivo». Pero antes, esa razón de ser recae en unos poemas que se revelan contra un sentido de la predestinación inculcado desde la infancia, por más que la muerte cierre el telón. Mientras tanto, la contemplación de la belleza, el calor de un cuerpo, la alegría del instante son ensalzados en unos poemas de estructura perfecta, poemas que «no caen del cielo […] aunque venga de arriba su llamada; / son obra del oficio, / la fantasía, el tiempo y la memoria, / nobles fabuladores».

La segunda sección, «Cordialmente», reincide en el tema de la predestinación y en el uso de la paradoja para tratar de conciliar el azar y el destino, una especie de «ni contigo ni sin ti» permanente, un tira y afloja que, unas veces, se decanta del lado de lo aventurado y, otras, del lado de predecible: «Este presente nos cambió el pasado; / sus fracasos son hoy victorias lentas, / y avances y desvíos, aunque a tientas, / que en secreto llevaban a tu lado».

En la última sección, «El arte de decir adiós», el protagonismo lo asume la muerte, destino final de todo lo vivo. La ironía está muy presente en la mayoría de estos poemas: «¿Eso era todo? / la vida no fue nada / del otro mundo. / Y ahora sé, además, que la muerte tampoco». En otros, como el inolvidable «Ángel (1891-1937)», el tema exige humildad y circunspección: «He escrito este poema convencido / de que la muerte, abuelo, es un engaño. / Tú sigues siendo el mismo y yo te extraño / a pesar de no haberte conocido». El libro finaliza con el «Epílogo», integrado, en su primera parte, por aforismos fundamentalmente centrados en la tarea poética. Recogemos algunos: «Hable de lo que hable, hablo de mí. Si lo he hecho bien, me lea quien me lea, se leerá a sí mismo», «En esto de la poesía hay mucho cuento, pero s como cualquier otra relación amorosa: cuestión de suerte y perspicacia la principio y de sentido común después. Suerte para encontrarla, perspicacia para reconocerla y sentido común para no estropearla».

Javier Almuzara es un excelente poeta, aunque él mismo trate, a veces, de no tomarse muy en serio y, por ende, de restarse valor. Afortunadamente sus poemas y sus atinadas reflexiones sobre la creación poética le desmienten constantemente. Así pues, no estaría de más que quienes defienden lo inmanente y lo trascendente como valores esenciales de la poesía tuvieran en cuenta que una proporción de sentido del humor, por mínima que sea, humanizará sus versos.

Carlos Alcorta

Carlos Alcorta

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