Isidro Hernández «La vida anterior» (Ediciones del pampalino)
Isidro Hernández (Tenerife, 1975) no se prodiga mucho en la escritura, al menos, si atendemos a sus no muy abundantes publicaciones, a saber: los libros de poemas Trasluz (2000), Árbol blanco (2002) y El ciego del alba (2007) y El aprendiz (2008), volumen de tono aforístico. Por otra parte, ha participado en las adaptaciones escénicas de la obra de Lope de Vega Los guanches de Tenerife (1996), La epístola moral a Fabio (1998) del poeta Fernández de Andrada o La comedia del alma del canario Cairasco de Figueroa (2000).
Entre 1997 y 2001, trabajó en la coordinación de varios suplementos de arte y letras publicados en diarios de la provincia de Santa Cruz de Tenerife, especialmente Oro Azul, dentro de las páginas de La Opinión de Tenerife. Entre 2001 y 2003 trabajó como profesor de español en la Universidad de Bretaña Occidental (Francia). Escritos suyos sobre arte y literatura, así como otros textos creativos pueden encontrarse en diversas publicaciones nacionales y extranjeras, entre otras, Cuadernos Hispanoamericanos, Espacio / Espaço Escrito, Letra Internacional, Solaria, Gestos, Piedra y Cielo o Amadis. Asimismo, ha traducido y publicado textos de varios poetas de lengua francesa, especialmente, Joe Bousquet, René Daumal y Max Jacob. Actualmente, trabaja como coordinador del Instituto Óscar Dominguez de Arte y Cultura Contemporánea.
En La vida anterior —«Anterior ¿a qué?», se pregunta Andrés Sánchez Robayna— Isidro Hernández trata de indagar en una naturaleza anterior a la presencia humana, una naturaleza en su estado inicial, no contaminada por el hombre, una naturaleza volcánica exigente y en continua transformación, con formaciones geológicas inusuales y lentos movimientos tectónicos que proporcionan una apariencia misteriosa (recordemos que para Baudelaire, en la naturaleza todo es símbolo y en ella conviven de manera armoniosa formas. Colores, texturas, etc.). El poeta observa con entusiasmo la magnitud de todo lo que le rodea y advierte que él es una parte insignificante: «Asomado al abismo / mi cuerpo pesa menos que un puñado / de piedras de barranco». En esta «vida anterior a todo tiempo», hay lenguas de fuego, columnas colosales, torres de basalto, cadáveres putrefactos. Un paisaje, como vemos, con ciertos visos apocalípticos o, al menos, así es como la ciencia nos ha hecho imaginar el caos del que surge la vida, sin embargo, la palabra poética de Hernández busca otras referencias, se detiene en «Una calma habitada / como un secreto a voces // Y el silencio anterior a la palabra primera / por la que el mundo fue creado», tal vez porque, contrariamente a la voracidad y la exuberancia del caos «Existe una lección de austeridad / en todo / una renuncia antigua / o una enseñanza / que contradice y niega / los fastuosos anales de este mundo». Esta idea de calma, de austeridad se corresponde de manera precisa con la prosodia de los poemas y con el lenguaje con la que está representada. La naturaleza se describe con sobrias metáforas e imágenes llenas de belleza contenida. No hay en estos versos asomo de retórica vacua. Todo lo dicho se ajusta a una muy pensada estructura que fía en la palabra su poder de seducción. Da la sensación de que solo a través del poema se puede percibir la extrañeza de lo invisible, esa erosión silenciosa del tiempo que va conformando el paisaje: «Es la cadencia del tiempo / magnífico e implacable / incomprensible / lo mismo que no entiendes / el despertar del día detrás del horizonte / la flor inusitada del almendro / la turba de pardelas gemidoras / la calma primordial de las estrellas / las primeras palabras del poema aún no escrito / y aceptas sin embargo su extrañeza».
En la segunda sección del libro, «Camino hacia los palmitales», Isidro Hernández reincide en esa búsqueda metafísica de la identidad a través de la materia: «Amanece y la luz es materia / precipitada en este mismo instante // Sobre tus párpados nace de nuevo el mundo». Ciertos tópicos de carácter ontológico, como el que reflejan estos últimos versos, se deslizan hacia la idea de que el mundo ha existido antes y existirá ajeno a nuestra presencia en él o hacia la eternidad que confiere a un instante fugaz la sensación de dicha: «Ni siquiera los versos que ahora escribes / podrían evocar / el secreto / de este instante / irrepetible / y sin embargo / eterno».
Finaliza el libro con la sección «El encanto del acerico», integrada por unos poemas alucinados que provienen de visiones del ensueño, de imágenes más soñadas que reales o, en todo caso, recreadas previamente por la mano del artista. La vida anterior, escribe en el epílogo José Corredor-Matheos, «trata del tiempo como aquello capaz de hacernos revivir o vivir por vez primera ciertos instantes, pero en un nivel más alto, más profundo que cuando fueron vividos realmente». Paisaje interior y paisaje exterior, el paisaje del alma, como decía Unamuno, se funden en este excelente libro de dicción esencial, casi desnuda, pero suficientemente expresiva como para visualizar el misterio de la naturaleza, que es el misterio de la vida toda. Y es que, como escribe Melchor López, Hernández «allí fuera, o allá adentro, asiste a una nueva revelación de palabras que son piedras, de piedras que son palabras».
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