¡Oh, capitán, mi capitán!
¡¡Oh capitán mi capitán!! El club de los poetas muertos que reviven para vanagloriar a su maestro y lo hacen alzándose en los pupitres con el corazón que aún siente pues no pudo mal, vencer la vida del que late y se emociona y como tal agradece a aquel que le sacó de mero aprendiz y le mostró la belleza de la vida.
El impulso rebelde de sin pensar las consecuencias ver como más valioso el reconocimiento y muestra de gratitud a quien sentiste como verdadero amigo, padre, maestro y hermano.
Lo vemos a diario. Gente que por contar con un carisma especial, con propia docencia, con empatía y magia en su sabiduría, a falta de ser reconocido por los demás, son puestos en la calle por salirse de los cánones habituales. Por originales, por maestros y por ser queridos. Y es que muchas veces uno no gusta tan solo por sonreír cuando entra a trabajar. Despierta la ira y el coraje de muchos otros revenidos a los que la vida se les va pasando con tintes agrios y no pueden soportar que su malestar no sea compartido por todo hijo de vecino.
Me encantaría dedicar esta columna pues, a todos aquellos que sonríen a diario, que se atreven a dar los buenos días, que confían en sus postulados, que contagian de energía….
Porque son tantos y tantos los rostros que se ven a diario llenos de amargura e ira contenida que es un placer, una delicia, una aparición, encontrarte con aquellos capaces de sonreír a los demás en su devenir diario aún seguro estando inmersos en miles de problemas.
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